martes, 23 de junio de 2009

Una noche en el museo 2, de Shawn Levy


Apenas tres años ha tardado en llegar esta secuela que explota la idea germinal. Idéntica a la anterior historia prácticamente en todo, apenas nada se puede decir que no se dijera en su momento; es decir, comedieta sin más con la que pasar un rato más o menos agradecido, pero que, como otras de su especie, estimula una reflexión que a continuación comparto. Desde el pasado Festival de Cine Europeo de Sevilla, cuando asistí a la rueda de prensa del director de El amor sorprende a Robert Zimmermann (traducción libre), Leander Haußmann, el asunto sobre la calidad cinematográfica del género de la comedia me da vueltas en la cabeza, y es ante películas como esta cuando vuelvo a preguntarme si, en efecto, las películas adscritas a esta vertiente de lo audiovisual pueden cosiderarse no ya arte (el séptimo, debate que doy por cerrado en contra de tal calificación), sino simplemente cine. Y es que el cine como forma de expresión, al menos para mí, debe regirse por unas convenciones de la misma forma que un idioma se rige por una gramática. La comedia, y algún que otro género tan específico como ese, está obligada, por naturaleza, a traspasar las líneas que marcan esas convenciones, apartándose así hacia un terreno fronterizo, eso sí, muy permeable, en el que no obstante obtiene una clasificación que la hace perfectamente reconocible. En estos terrenos adyacentes se encuentran por ejemplo el porno, el experimental o el documental, géneros que, dentro del reino audiovisual, antes de formar parte integral del cuerpo del cine, se ramifican y alejan, teniendo no obstante la misma raíz. Y es así como, para hacer la crítica de una comedia, hablar de estructura, planificación, montaje o puesta en escena no tiene ningún sentido, puesto que la comedia es, en esencia, una reelaboración constante de aquella anécdota que registrara el primer cinematográfo: el regador regado.

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