domingo, 7 de febrero de 2010

Sherlock Holmes, de Guy Ritchie


Ritchie, nada sutil, ha convertido a Holmes en un mamporrero, despojando al personaje de su esencia y característica principal; una poderosa inteligencia deductiva que los guionistas degradan y desprecian empujando al personaje a la resolución del enigma de la historia por medio de una alucinación, un deus ex machina de origen narcótico inverosímil pero propio de un estilo narrativo que ha proporcionado a los creadores cinematográficos contemporáneos un mullido (además de barato y mediocre) recurso. El proceso de investigación, eso que a los lectores de Conan Doyle les cautiva por el sagaz ingenio del detective, se desarrolla aquí torpe, confusa y grotescamente a golpe (nunca mejor dicho) de escenitas de acción y humor cochambroso, mientras que el contrincante de Holmes es un malvado hilarante cuyo ingenio está a la altura, dadas las circunstancias, de un monigote de videojuego. El hórrido conjunto se cierra con varias pifias estructurales, algún personaje inútil y la bochornosa incapacidad de los guionistas de explicar con algo de ingenio cómo y por qué suceden las cosas.

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